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miércoles, 11 de abril de 2007

UNA GUERRA ABSURDA


Comenzaba a oscurecer cuando apareció en el campamento un muchacho joven, de unos veintitantos años; no llevaba mochila ni ropa de montaña. Ni siquiera calzado adecuado. Todos nos quedamos muy sorprendidos al verle llegar. Nos encontrábamos en un lugar poco conocido al que sólo se podía acceder después de día y medio de camino a pie.

– ¿Y tú de dónde sales, chaval? –, recuerdo haber preguntado.

El muchacho bajó la vista, se encogió de hombros, inspiró profundamente y sin perder la cadencia lenta y liviana con la que había llegado hasta allí, comenzó a relatarnos su historia.

Nos contó cómo había aparecido una mañana cualquiera, tres o cuatro meses atrás, en medio de un campo de batalla absurdo. Como si de pronto hubiese despertado de un sueño, pero sin un sólo recuerdo de quién era, ni de cómo había llegado hasta allí.

– ¡Eh! ¡Tú! ¡Sal de ahí, loco! ¡Te van a matar!, –le había gritado una voz lejana que parecía surgir desde el fondo de una trinchera, justo detrás de un brazo que gesticulaba enérgicamente.

Le llevó unos instantes tomar consciencia del lugar en el que se hallaba. Desconcertado, se encaminó lentamente hacia aquel brazo gesticulante, mientras a lo lejos, el rumor de la batalla no parecía cesar ni por un instante. En un momento dado, temió por su vida y echó a correr.

– ¡Aquí, aquí! –gritaba el brazo mientras seguía agitándose–, ¡corre muchacho! ¡hacia aquí! ¡rápido!

Unos disparos comenzaron a oírse muy cerca. Casi podía sentir el aliento de las balas silbando junto a sus oídos. Cuando sólo le faltaban unos pasos para llegar a la trinchera, tropezó y cayó aparatosamente de bruces al suelo. En ese momento, el mismo brazo que hasta entonces había estado llamándole se alargó desde su escondite y, con un gesto rápido, tiró de él.
Por un instante – nos dijo –, no supo si estaba huyendo de la muerte o yendo hacia ella.


– ¿Te han alcanzado, muchacho? ¿estás herido? –dos hombres, de edad avanzada, le miraban fijamente. Vestían unos viejos uniformes militares, bastante sucios y desgastados.

– Estoy bien, tan sólo he tropezado, –dijo temblando.

– Por el modo en que caíste, pareció que te hubiese alcanzado una bala por la espalda ¿verdad Oliverio? -dijo el otro hombre, que sostenía un viejo fusil entre sus manos, todavía con el dedo en el gatillo–. ¿Cómo te llamas muchacho?

– Y... ¿de dónde demonios sales? –se apresuró a añadir el tal Oliverio.

– La verdad es que no lo sé. No consigo recordar nada –dijo el muchacho después de reflexionar unos instantes–, tan sólo recuerdo que le oí gritar y que vi su brazo haciéndome señas para que me pusiera a cubierto. En cuanto pude reaccionar eché a correr hacia aquí. No puedo decirles nada más.

Los dos hombres cruzaron entre si una mirada de complicidad, como si estuviesen de acuerdo en que aquel chico no se hallaba del todo en sus cabales.

– Y ustedes, ¿qué hacen aquí? ¿qué guerra es esta?

– ¡La gran guerra! –contestaron ambos al unísono, como si la respuesta fuese más que obvia.

– La gran guerra... Nunca he oído hablar de ella. ¿Cuándo empezó?

– Pues verás, muchacho, nosotros no lo recordamos. Mi hermano y yo nacimos aquí. Y según nos han contado nuestros padres, ellos también nacieron aquí... y también los padres de nuestros padres.

– ¿Aquí?... ¿Aquí, dónde?

– ¿Dónde va a ser?... ¡En la trinchera!

Ahora era yo –nos dijo el muchacho–, el que creía haber topado con dos desequilibrados. Decidí que lo mejor sería averiguar cuanto antes cómo podía salir de allí.

– ¿Qué dirección debo tomar para alejarme de esta guerra?, –los dos hombres se miraron con expresión incrédula.

– ¿Alejarte de la guerra? ¡Ni lo intentes, muchacho! Nadie que haya salido de aquí ha regresado jamás con vida. Sólo quedamos nosotros dos. Y en un tiempo éramos muchos de familia, ¿verdad Oliverio?... papá, mamá, el abuelo Matías, la tía Francisca, los primos: Juan y...

– Pero –interrumpió el muchacho, que estaba empezando a impacientarse–, hace ya un buen rato que no se oyen disparos cerca ¿no les parece? Quizá sea seguro salir.

– ¡Uy, hijo! Disparos cerca... ¡hace mucho tiempo que no se oyen! Antes incluso de que se fuera el primo Juan ¿verdad Oliverio?, hará ahora unos cinco o seis años.

– Pero, ¡si yo mismo oí disparos cuándo corría hacia aquí!

– ¡Claro! –dijo Oliverio, mirando al muchacho con una expresión compasiva–. Mi hermano te cubría las espaldas con su fusil mientras tú corrías hacia aquí. Siempre hay que estar alerta ante el enemigo. ¡Nunca se sabe!

– Han sido ustedes muy amables caballeros. Pero creo que ha llegado la hora de irme.

El muchacho, decidido, trepó al borde de la trinchera y se alejó de allí con paso tranquilo.

– ¿A dónde vas, loco? ¡vuelve aquí! ¡corre! –Se paró un momento, miró hacia atrás y pudo ver un brazo gesticulando enérgicamente allí dónde se oían los gritos de Oliverio–. ¡No volverás con vida! ¡vuelve aquí muchacho! ¡rápido!

Junto al brazo apareció el cañón de un fusil, que empezó a disparar con la intención de cubrirle. De repente, sintió una gran compasión y un profundo agradecimiento hacia aquellos dos hombres que, de corazón, deseaban librarle de una muerte que consideraban segura.

– ¡Adiós! ¡cuídense!... ¡muchas gracias por todo! –, les gritó. Y siguió caminando. El rumor de aquella batalla lejana se fue disipando cada vez más hasta que desapareció.

– Poco después – nos dijo el chico–, llegué a la plaza de un pueblo.



– ¿Como te llamas, muchacho? –pregunté al cabo de un rato en que todos habíamos permanecido en silencio.

– Les acabo de contar que no lo sé, –nos dijo.
Fue entonces cuando empezamos a pensar que aquel chico necesitaba ayuda. Decidí indagar un poco más.

– Y eso que nos acabas de contar... ¿Dónde ocurrió?

– Intenté regresar, pero no fui capaz de volver a encontrar aquella trinchera. Al principio pensé que había olvidado el camino. Hasta que me di cuenta de que no se trataba de un hecho aislado. Una vez que abandono un lugar, no puedo volver a él ni siquiera instantes después de haberme ido. Ya no está allí. En su sitio me encuentro siempre algo totalmente diferente. Por eso, al abandonar aquella guerra absurda, llegué a la plaza de un pueblo. Y justo antes de encontrarles, venía de una playa preciosa, de arena fina y aguas tranquilas.
Las miradas de todos nosotros se cruzaron. Probablemente del mismo modo en que se habían cruzado las miradas de aquellos dos soldados, en la historia que nos acababa de contar.

– ¿Saben? He llegado a acostumbrarme a esto. Pero también les diré que pago un precio muy alto. Estoy condenado a una forma muy cruel de soledad. Ustedes, por ejemplo, han venido hasta aquí juntos pero yo he de viajar siempre solo, aún en contra de mi voluntad. Ustedes saben quienes son, cómo se llaman y cual es su origen. Yo, probablemente, nunca podré averiguarlo.

Ya era tarde, hacía un buen rato que había oscurecido y decidí que lo mejor sería que todos nos fuésemos a dormir y quizá al día siguiente pudiésemos aclarar algo más de toda aquella extraña historia.

– ¿Por qué no pasas la noche con nosotros? –le sugerí–, puedes dormir en mi tienda. Y no te preocupes, llevamos siempre una de repuesto por lo que pueda pasar. Esta noche descansa y mañana seguiremos charlando.

Abrí la cremallera y con un gesto le invité a entrar. Sonrió, mirándome de un modo que no he podido olvidar, dio las gracias a todos y entró.

A la mañana siguiente, no pudimos encontrar ni rastro de aquel chico. Organizamos una búsqueda intensiva por los alrededores sin resultado alguno. Sólo encontramos una huella de zapato justo a la entrada de mi tienda de campaña, donde se supone que había pasado la noche. Tan sólo una, tan sólo un paso hacia el interior, como si el otro pie nunca hubiese llegado a tocar el suelo. Pero lo más extraño fue que nos encontrábamos en medio de las montañas, a más de 400 kilómetros de la costa, y aquella huella estaba formada principalmente por una fina y dorada capa de arena de playa.


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